¿Viajar o encogerse?
Dicen que los treinta son los nuevo veinte, los cuarenta los nuevos treinta y así sucesivamente. Queremos pensar que aún podemos hacer todo aquello que nos propusimos una vez y que aplazamos en pos de otras “obligaciones”. He ahí el gran dilema de nuestro tiempo, ese en el que todo parece posible aunque la zona de confort siga riéndose desde un sofá, reduciendo el sentido de la aventura a una pulserita de resort.
Tortugas y sus caparazones
Me acerco a los veintilargos, una edad tan peligrosa como llena de oportunidades en un siglo XXI en el que, a pesar de seguir programados por una generación anterior, todo parece más posible que nunca. La edad en la que CREES que ya has vivido en solitario todo lo que te propusiste (o el concepto que tengas de ello) y piensas que tienes que poner el huevo en algún sitio porque es lo que toca, lo que el mundo espera de ti.
Las personas tienen pareja, hacen planes de boda, tienen hijos y aunque los viajes sigan estando presentes estos no serán vías de liberación, sino meros complementos y fantasías que no se atreverán a llevar a cabo. Y es que a pesar de sucumbir a lo predecible, cada cierto tiempo estalla esa necesidad casi vergonzosa por dejarlo todo y conocer mundo, pero ya es tarde. Ya hay una pareja, la hipoteca es un fantasma pegado al buzón y tus padres, quienes aún piensan que en Colombia secuestran a todo el mundo, no te lo perdonarían nunca.
Entonces volvemos a encerrarnos en el caparazón. Nos convencemos de que estamos en el buen camino y convertimos ese sueño en otro más a archivar, en una tontería para bohemios, hippies e inmaduros. Serían demasiados los mecanismos a romper, aunque la mayoría de ellos empiecen en nosotros mismos, pero aún así nos resignamos y limitamos el mundo a un resort con pulserita o un viaje a Disneyland con unos churumbeles demasiado pequeños para diferenciar entre Anna o Elsa. Es ahí donde nos damos cuenta de que quizás seamos nosotros los que, inconscientemente, buscamos volver a la infancia para cambiarlo todo.
A partir de esta tipología, las combinaciones son varias: parejas que viajan juntas, personas a las que de vez en cuando les gusta perderse y otras a las que, directamente, no les gusta viajar. Y punto.
En la otra orilla, el viajero es la persona consciente de sus aspiraciones, y aunque sigue siendo el “rarito” de la familia, ha aprendido a gestionar su vida y sacrificar una mañana en Ikea por la libertad. Posiblemente no haya un amante en su cama todas las noches, ni tampoco nadie llore por él si se marcha, pero ha aprendido a ver las cosas con perspectiva, a burlar el caparazón que el mundo creó para él.
Tenemos la opción de elegir, aunque decantarse por esa pequeña revolución no viniese en el programa.
O quizás seamos todos demasiado inmaduros.
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